Si Cristo volviera, lo volverían a crucificar. Pero esta vez en la televisión. Durante una temporada lo convertirían en un Superstar, en el mayor fenómeno de masas jamás visto, y luego lo arrojarían a la basura como un clínex usado.
A la primera noticia de que un tal Jesús de Nazaret andaba por ahí resucitando muertos y convirtiendo el agua en vino, los productores de los más populares programas se darían bofetadas por conseguirlo.
Todos los presentadores querrían dar el pelotazo del milenio, consiguiendo que multiplicase los panes y los peces en directo o que, en su defecto, pronunciase de viva voz el sermón de la montaña.
Los endemoniados, los paralíticos, los leprosos, irían de programa en programa contando su milagrosa curación previo pago. Todos querrían escuchar a Lázaro, el amigo resucitado.
Todos querrían escuchar a su madre, la mujer de la que se decía que seguía siendo virgen después del parto.
Convertirían su apasionante vida en un culebrón.
Los envidiosos inventarían una leyenda negra, dirían que cobraba por las entrevistas, que sus milagros eran un fraude, que se le había visto comer con publicanos, que tenía un lío con una prostituta, que andaba con maleantes y terroristas.
Aparecería un Judas que lo vendería, y un Pedro que lo negaría tres veces, y un Tomás que metería los dedos en su llaga después de muerto, y un Pilatos que se lavaría las manos, y un Barrabás que, sin ningún mérito, sería preferido a Él, por la chusma que somos todos. Una chusma veleta que volvería a pedir a gritos que lo crucificaran.
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